Capítulo I: De acordeones y guitarras, con y sin enchufe.
Esto de hablar de uno mismo, me recuerda aquella frase de Woody Allen:
“me gusta masturbarme, pues significa hacer el amor con alguien a quien yo quiero mucho…”
Mi infancia en “la tacita del Plata”, como se le llamaba a Montevideo, transcurrió como la de cualquier niño de clase media, de la época. Mi madre bailarina fundadora del ballet nacional uruguayo, mi padre empleado de una compañía de transportes urbanos y yo ocupando mis mañanas en acudir a una escuela pública. Esto fue así, excepto en 5º año, donde siguiendo los pasos de mi gran amigo Ottati, fui con mis 10 años a caer en una escuela privada, de curas vascos, para ser más concreto. La primera sorpresa fue descubrir que no había niñas con las que compartir pupitres dobles como estaba acostumbrado, sino que éramos solo chicos, cada uno en su pupitre individual.
Fue una experiencia muy desagradable, rodeado de “hijos de papá”, que hacían ostentación de sus monederos, con profesores déspotas, como el de francés, que cuando llegaba un poco antes de su hora, se divertía pillando a algún chico distraído en el recreo, con una furibunda patada en el trasero, mientras se recochineaba diciendo “¡¿Que puntería, no?!” O con costumbres humillantes y vergonzosas, como la de un señor, probablemente cura, que puntualmente pasaba entre los alumnos sentados en sus pupitres, con una bandeja cargada con estampitas de santos, golosinas, etc. conminándonos a comprar algo, para no ser mal vistos por los demás. O el desigual reparto de comida en el comedor, donde el cocinero dejaba la olla y la pila de platos, para que el afortunado de la esquina se sirviera primero y luego fuera sirviendo a los demás, que veían como iba menguando la comida a medida que avanzaba el reparto hacia el centro de la mesa. Recuerdo también, las crisis de llanto del chico con menos condiciones de la clase, ante las humillaciones del profesor.
Como colofón, la ceremonia de fin de curso, donde nos hicieron subir a un estrado en fila india, empezando por ese pobre chico y terminando por los “lumbreras” de la clase, que una vez que nos habíamos retirado los demás, recibían medallas y saludaban con reverencias a los padres que aplaudían desde la improvisada platea que se montaba en el patio del colegio. Al año siguiente, volví a mi querida escuela pública, para cursar 6º de primaria.
No se como serían los otros colegios de curas, pero con el tiempo, el recuerdo de estos sinsabores, me hizo valorar aún más los logros de la enseñanza pública uruguaya, que ya desde los albores del siglo XX, fue puntera en sus postulados fundamentales de ser “laica, gratuita y obligatoria”.
En la década de los 50, el instrumento más popular en las casas uruguayas fue el acordeón (aparte del piano, en el que siempre había una niña obligada a tocar el “Para Elisa” para quedar bien con “la visita”). Recuerdo las reuniones con amigos, donde siempre había alguien que desgranaba rancheras, valses y temas populares, en su acordeón. A fines de ésta década, paralelo con un auge del folclore rioplatense, irrumpió con fuerza el deseo de aprender guitarra. Indudablemente éste es un instrumento más fácil de tocar y más accesible económicamente, así que afloraron en Montevideo los clones de Jorge Cafrune, Los Huanca-Huá, Los Fronterizos, etc., ejecutando con mayor o menor suerte “Zamba de mi esperanza”, “Sapo cancionero” y otros éxitos telúricos del momento.
Pero, empezó “la década prodigiosa”: los 60. Mi madre tenía en casa una grabadora a cinta “Geloso”, (“magnetófono de bobina abierta”, en España) que ella utilizaba para acompañar con música, las clases de ballet y gimnasia rítmica que ocupaban sus tardes. Pero alguien más se abalanzaba sobre la grabadora por las noches y los fines de semana…Pues sí, en casa había un individuo al que esa década atrapó en plena pubertad: Yo. Al principio fue el “Club del Clán” (o “del Flán”en la jerga de la época): quien no recuerda a Palito Ortega, Violeta Rivas, Néstor Fabián, Johny Tedesco, Lalo Franzen, Jolly Land, Raul Lavié, Chico Novarro, Nicky Johnes! , etc. cuyas canciones recorrieron América Latina y llenaron cintas y cintas de mi Geloso. Hasta que un día, con el micrófono de la grabadora frente al parlante (altavoz) de la radio, movía yo el dial buscando algo para grabar (en onda media, no había FM aún) cuando quedé “clavado” en una emisora en la que escuché unas voces como nunca había oído en mi corta vida, que me sonaban angelicales aunque no entendía lo que decían: “She loves you, ye,ye,ye…” Supongo que era el año 1962 o 63 y a partir de ese día, las canciones de los “Fab Four” de Liverpool fueron llenando las mismas cintas...
“me gusta masturbarme, pues significa hacer el amor con alguien a quien yo quiero mucho…”
Mi infancia en “la tacita del Plata”, como se le llamaba a Montevideo, transcurrió como la de cualquier niño de clase media, de la época. Mi madre bailarina fundadora del ballet nacional uruguayo, mi padre empleado de una compañía de transportes urbanos y yo ocupando mis mañanas en acudir a una escuela pública. Esto fue así, excepto en 5º año, donde siguiendo los pasos de mi gran amigo Ottati, fui con mis 10 años a caer en una escuela privada, de curas vascos, para ser más concreto. La primera sorpresa fue descubrir que no había niñas con las que compartir pupitres dobles como estaba acostumbrado, sino que éramos solo chicos, cada uno en su pupitre individual.
Fue una experiencia muy desagradable, rodeado de “hijos de papá”, que hacían ostentación de sus monederos, con profesores déspotas, como el de francés, que cuando llegaba un poco antes de su hora, se divertía pillando a algún chico distraído en el recreo, con una furibunda patada en el trasero, mientras se recochineaba diciendo “¡¿Que puntería, no?!” O con costumbres humillantes y vergonzosas, como la de un señor, probablemente cura, que puntualmente pasaba entre los alumnos sentados en sus pupitres, con una bandeja cargada con estampitas de santos, golosinas, etc. conminándonos a comprar algo, para no ser mal vistos por los demás. O el desigual reparto de comida en el comedor, donde el cocinero dejaba la olla y la pila de platos, para que el afortunado de la esquina se sirviera primero y luego fuera sirviendo a los demás, que veían como iba menguando la comida a medida que avanzaba el reparto hacia el centro de la mesa. Recuerdo también, las crisis de llanto del chico con menos condiciones de la clase, ante las humillaciones del profesor.
Como colofón, la ceremonia de fin de curso, donde nos hicieron subir a un estrado en fila india, empezando por ese pobre chico y terminando por los “lumbreras” de la clase, que una vez que nos habíamos retirado los demás, recibían medallas y saludaban con reverencias a los padres que aplaudían desde la improvisada platea que se montaba en el patio del colegio. Al año siguiente, volví a mi querida escuela pública, para cursar 6º de primaria.
No se como serían los otros colegios de curas, pero con el tiempo, el recuerdo de estos sinsabores, me hizo valorar aún más los logros de la enseñanza pública uruguaya, que ya desde los albores del siglo XX, fue puntera en sus postulados fundamentales de ser “laica, gratuita y obligatoria”.
En la década de los 50, el instrumento más popular en las casas uruguayas fue el acordeón (aparte del piano, en el que siempre había una niña obligada a tocar el “Para Elisa” para quedar bien con “la visita”). Recuerdo las reuniones con amigos, donde siempre había alguien que desgranaba rancheras, valses y temas populares, en su acordeón. A fines de ésta década, paralelo con un auge del folclore rioplatense, irrumpió con fuerza el deseo de aprender guitarra. Indudablemente éste es un instrumento más fácil de tocar y más accesible económicamente, así que afloraron en Montevideo los clones de Jorge Cafrune, Los Huanca-Huá, Los Fronterizos, etc., ejecutando con mayor o menor suerte “Zamba de mi esperanza”, “Sapo cancionero” y otros éxitos telúricos del momento.
Pero, empezó “la década prodigiosa”: los 60. Mi madre tenía en casa una grabadora a cinta “Geloso”, (“magnetófono de bobina abierta”, en España) que ella utilizaba para acompañar con música, las clases de ballet y gimnasia rítmica que ocupaban sus tardes. Pero alguien más se abalanzaba sobre la grabadora por las noches y los fines de semana…Pues sí, en casa había un individuo al que esa década atrapó en plena pubertad: Yo. Al principio fue el “Club del Clán” (o “del Flán”en la jerga de la época): quien no recuerda a Palito Ortega, Violeta Rivas, Néstor Fabián, Johny Tedesco, Lalo Franzen, Jolly Land, Raul Lavié, Chico Novarro, Nicky Johnes! , etc. cuyas canciones recorrieron América Latina y llenaron cintas y cintas de mi Geloso. Hasta que un día, con el micrófono de la grabadora frente al parlante (altavoz) de la radio, movía yo el dial buscando algo para grabar (en onda media, no había FM aún) cuando quedé “clavado” en una emisora en la que escuché unas voces como nunca había oído en mi corta vida, que me sonaban angelicales aunque no entendía lo que decían: “She loves you, ye,ye,ye…” Supongo que era el año 1962 o 63 y a partir de ese día, las canciones de los “Fab Four” de Liverpool fueron llenando las mismas cintas...
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