A lo largo de la historia hay muchos ejemplos que vinculan la creación artística con el poder. No hay más que visitar el Museo del Prado para ver colgados cuadros firmados por los grandes de la pintura en sus diferentes épocas. Bien por asegurarse la protección de los poderosos o por motivos tal vez justificados por necesidad alimenticia, reyes, príncipes e infantes, nobles, clérigos y demás personajes de alta alcurnia, protagonizan cantidad de cuadros.

 

Algunos de esos grandes pintores, tal vez los menos, también pudieron reflejar escenas de lo cotidiano.  Supieron mostrar, puede que veladamente denunciar, las penurias del pueblo llano; como así mismo el sufrimiento de éste en todo tiempo. Por el contrario, la imagen gloriosa, a pie o a caballo, de quienes enviaban a sus súbditos a la pelea ha quedado profusamente reflejada en sus lienzos. 

 

Si dirigimos la mirada por el lado de la música, ¿cuántos grandes maestros compusieron sus obras bajo el auspicio o mecenazgo de los dueños de la riqueza y el poder? No se construyeron esos fastuosos auditorios para el disfrute del pueblo, sin duda, no. La música popular circulaba por otros caminos mucho más pedregosos y sólo fue puesta en valor hará poco más de un siglo.

 

Pero, es precisamente en las manifestaciones artísticas populares en las que se acunó la crítica social, o, al menos, trató de crear conciencia pública de ello. 

 

En los años previos a la transición política, en la España de los años 70, un puñado de jóvenes concienciados y beligerantes ejercieron la crítica social a través de su voz. Canciones nacidas a partir de un sentimiento inspirado por el sonido de una guitarra tocada de forma sencilla por manos torpes, no especializadas. Los llamados “cantautores” hacían lo que se les permitía, rapsodas sobre el frágil puente que separaba la orilla oscura de la esperanzadora ribera luminosa de la libertad. 

 

Quienes asistimos a aquellos momentos adquirimos conciencia de que la música, las canciones, también servían para remover las bases de lo establecido, no sólo para cantarle al amor y al desamor con frases gastadas. 

 

Puedo afirmar, porque memoria no me falta, que la parte más intelectual del Asfalto incipiente, sin duda, José Luis Jiménez y un servidor, entre nosotros no teníamos que consensuar de qué queríamos que hablasen nuestras canciones. No tocábamos el tema. Dábamos por hecho que alumbraríamos textos dirigidos a esa extensa minoría que habíamos soñado con una sociedad diferente, en definitiva, con el “cambio”. Otros estaban a lo suyo, como así sigue siendo. 

 

Esta actitud nuestra explica la razón de esa mirada crítica que, en mi opinión, Asfalto ha desarrollado a lo largo de décadas. Yo mismo me sigo sintiendo implicado en ese mismo propósito.

 

"Mi chica se ha ido y no sé por qué ha sido..." me parece una sandez, hoy, y entonces también. 

 

Lo que sucede es que a veces me pregunto, ¿para qué sirve en los tiempos actuales?...  En 2017, ya hicimos las “Crónicas de un tiempo raro” y mismo de seguido me vi hablando de “El mono loco”, ese que se bajó de los árboles para erguirse y de paso cargarse el bosque. Y así tantas y tantas piezas hablando de lo que realmente me ha importado.

 

Hoy me enfrento a nuevas canciones, estoy en ello, y creerme si os digo que no sé de qué hablar… tal vez sea que hay tanto de lo que hacerlo que no sé por dónde empezar.    

 

Julio Castejón.

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